Llegamos a
casa de la misteriosa pariente de beta. La cual, amablemente, nos proporcionó
un cuarto en la azotea, alfombrado hace miles de años, y con un permanente olor
a orina de gato. Fue la mejor habitación de todo el viaje.
La mañana
siguiente nos levantaron temprano, pues el siempre listo tío Germán, tenía
prevista una excursión “al popo” como él le llamó. Yo estaba sumamente
emocionado, pues jamás me imaginé que en nuestro viaje conocería las alturas
del Popocatepetl; además, la perspectiva de un reencuentro con aquella substancia
maravillosa llamada “nieve” me producía bastante expectación. Cargamos las
camionetas con lo necesario y partimos. Mi visión inexperta me mostraba el
volcán más famoso de México a lo lejos, pero conforme fue pasando el tiempo nos
fuimos acercando, y el volcán se hacía cada vez mas grande. Yo soñaba con
escalar las faldas y asomar mi cabeza por el cráter para ver la lava
borboteando en el subsuelo. Iluso de mí.
Lo más
emocionante y aventurero de la subida al popo, fue eso. La misma subida, el
camino era tan pedregoso y fangoso, que las camionetas, o más bien la nuestra,
que era una windstar, perfecta para recoger a los chiquitos en la escuela, pero
sin grandes aptitudes para escalar volcanes, como podrán imaginar. A pesar de
eso, y después de varios leves atascamientos, logramos llegar a nuestro
destino. El monasterio del silencio.
Aquella era
una construcción en medio de las faldas del volcán, con una decoración única y
rimbombante. Según nos informaron, era un monasterio de silencio, en donde
algunos monjes vivían en completo silencio. También nos contaron que se
aceptaban huéspedes que quisieran quedarse ahí cortas temporadas y que fueran
lo suficientemente valientes para atenerse a las reglas del monasterio. En el
pequeño tour de las partes que se podían visitar, nos mostraron la capilla de
meditación, y las habitaciones para huéspedes; pequeñas, pero acogedoras.
Era un
pecado desaprovechar la mística que creaba el ambiente; altura, frio y silenció
era una combinación perfecta para mis negras intenciones. Ataqué. Me separé del
grupo con Ariana, mientras platicábamos en susurros, la coquetería era
evidente. Sin embargo, la situación para que pasara algo mas era ciertamente
desalentadora. Beta, con ojo crítico, nos cachó mientras divagábamos
incoherencias mientras disfrutábamos del clima y el paisaje, hasta nos sacó una
foto. No me atreví a abrazarla, el tío Germán podría aparecer en cualquier
segundo, y yo no tenía las más mínimas intenciones de ser abandonado para
siempre en el monasterio del silencio, así que reprimí mi libido, y me contenté
con los susurros.
Salimos del
monasterio; congelados y listos para tomar un chocolate caliente en una pequeña
cabaña de madera que vendía el brebaje a precios exorbitantes, sin embargo,
valía cada centavo. Charlamos y reímos animadamente, la estruendosa risa de
Beta estuvo a punto de provocar un alud en el volcán, pero logró contenerla
antes de provocar una catástrofe. Alfredo se encontraba mas huraño de lo
normal, pues el frio le molestaba. En este punto ya estábamos tan acostumbrados
a sus humores de menopáusica, que nadie le hacía caso.
Grandísima
fue mi decepción cuando emprendimos el descenso del Popo, pues lo mas cerque que
había estado del cráter, era a unos cientos de kilómetros, después me sacaron
de mi ignorancia diciéndome que solo personas muy preparadas y con licencia
pueden acercarse a las verdaderas faldas del popo. Era mi turno de ser el
huraño del grupo. Aunque mi desanimo no duro demasiado tiempo…