domingo, 24 de junio de 2012

Mochop


Catalino Pech contaba ya con ochentaicuatro navidades, no podrías encontrar ni una sola cana en su cabellera.  Todos los días, sin excepción, se levantaba a las cuatro de la mañana, y manejaba su destartalada bicicleta hasta el ayuntamiento del pueblo. Ahí, junto con sus colegas de trabajo, recorría las calles del pueblo en un flamante camión de basura patrocinado por el nuevo gobierno. Recogía hasta la última bolsa de papitas que se atrevía a cruzarse en su camino, y presumía de dejar siempre los botes de basura donde los había encontrado, y no tirados a la mitad de la calle, aún la tapa.
Pese a su dedicada forma de trabajar, Catalino terminaba sus labores de basurero a eso de las 6:30 de la mañana, pedaleaba a su casa y tomaba un breve desayuno que normalmente constaba de tortillas y huevos; eso sí, en diferentísimas presentaciones. A más tardar a las 7:00 ya se encontraba en el plantel.
El henequén era su verdadero trabajo, Catalino había pasado gran parte de su vida adentrado en los irregulares pasillos de los planteles, sorteando sin pensar, los amenazantes espinos que lo apuntaban desde las hojas. Nunca se había hecho rico, como los patrones, sin embargo, estaba agradecido por lo que esta planta suculenta, noble y persistente, le había proporcionado a lo largo de si vida.
Los jóvenes de hoy huían del campo, buscaban sus sueños en la ciudad, y es cierto, Catalino sabe que ahí está el dinero. Pero para él había cosas mucho más importantes que el dinero. Adoraba el silencio, disfrutaba el olor del rocío por la mañana, y leña quemándose por la tarde, Le gustaba sentir el sol sobre la curtida piel de su rostro. Pero sobretodo, le gustaba vivir en la tranquilidad, “cosa incomprensible para muchos citadinos” decía.
A mí me llamaba compadre. Nunca me gustó la palabra patrón, así que muchos años atrás, cuando me pidió que fuera el padrino de bautizo de su chilpayate, encontré la excusa perfecta para empezar a llamarlo compadre. Él siguió mi ejemplo y muchos años después, le estoy agradecido. Su abuelo, había trabajado con mi abuelo, su padre con mi padre, y él había empezado a trabajar conmigo cuando falleció mi padre, yo era apenas un poco más que un adolecente.
Catalino trabajaba incansable, cortando, apilando y amarrando las hojas de henequén, todos los días de su vida. Los únicos períodos de vacaciones eran obligados por alguna enfermedad. Cosa que él lamentaba, no tanto por lo incómodo que pudiera ser la enfermedad, si no por la falta de trabajo.
Una tarde Catalino se encontraba chapeando, dado que era temporada de sequía y el henequén se encontraba café y triste, no lo cortábamos. Yo buscaba como darle trabajo a Catalino, pues él ganaba al destajo y no me gustaba dejarlo sin dinero. Esa tarde Catalino blandía su coa con la furia de un quinceañero, pues en la noche era la fiesta del pueblo, y por primera vez quería terminar pronto para ir a su casa y arreglarse con tiempo.
Nunca se lo imaginó, era un movimiento repetido infinidad de veces, bajó la mano para arrancar una raíz, y sin previo aviso, lo sintió. No tuvo tiempo de ver qué lo había atacado, pero los dos puntos rojos en su dedo índice izquierdo, eran inconfundibles. No sabía si era psicológico, pero en cuestión de segundos comenzó a sentir el veneno en su dedo, espeso y caliente. No dudó; sabía lo que tenía que hacer. Empuño su afilada coa, asentó su dedo sobre una roca saliente de la albarrada, y sin la menor parsimonia, se lo cercenó.
Desenvolvió su paliacate, y como pudo (usando la mano buena y la boca) improvisó un torniquete lo más apretado posible. Un inagotable manantial de sangre roja y brillante le brotaba del muñoncito, nunca había visto tanta sangre humana en su vida; sin embargo, no se asustó, ni pasó a desmayarse. Metódico y calculador como siempre, montó su bicicleta y se dirigió a donde el doctor del pueblo, un residente de medicina que se declaró imposibilitado ante la falta de herramientas, y lo mandó en la ambulancia de traslado al hospital público de la ciudad. Durante el trayecto, Catalino no pensaba en las dificultades que esto acarrearía, no pensaba en veneno que probablemente tuviera en el cuerpo. Pensaba en la serpiente, esa hija de puta se había salido con la suya. Lo atormentaba a imagen de su dedo cercenado, tirado junto a la albarrada del plantel “chayotitos” sanguinolento y empolvado.
Tres días después, Catalino regresó a su pueblo. Una blanquísima venda le cubría la mano. Vestía los mismos pantalones destintados y deshilachados, la misma guayabera amarillenta manchada con su propia sangre, la misma cachucha que en algún pasado pretendió publicitar alguna marca, hoy sus letras eran ilegibles. El conjunto de su raída indumentaria y su piel morena, destacaban la blancura de la venda. Parecía inmaculada.
Sus amigos y compañeros de trabajo pasaron a su casa a visitarlo. Catalino conto en repetidas ocasiones toda su experiencia, pues nadie estaba enterado de la historia completa, aunque los rumores ya corrían por el pueblo.
Cuando por fin estuvo tranquilo, Catalino salió de su casa, Se sentó en aquel tronco de madera que yacía afuera de su casa, estratégicamente colocado para tomar el fresco, y pensó.
La sensación de haber sido mutilado, de no tener una parte de su cuerpo era sumamente extraña, no dejaba de pensar en su dedo, todas las cosas que habían vivido juntos, las cosas que había hecho con él; empuñar sus herramientas de trabajo, apretar las piernas de su mujer, rascarse el calcañal y  hasta retirarse los mocos de la nariz. Decidió que quería verlo, se le hacía descortés dejarlo ahí tirado, para que se lo coma quien sabe que animal.
Montó su bicicleta y se dirigió al plantel. No tardó mucho en encontrarlo. La sangre café sobre la albarrada blanca delataba su ubicación. Era una masa informe, medio morado y medio verde, hinchado hasta puntos inimaginables. Ya no parecía un dedo, la piel estirada y brillante le daba el aspecto de que estaba a punto de reventar. La uña había quedado minimizada ante su imposibilidad de crecer junto con el resto del dedo.
Catalino no podía creer que ese pedazo de carne, hueso, sangre coagulada y veneno de serpiente había sido parte de su cuerpo. La curiosidad lo embargaba, así que se agachó, tomo una rama que estaba tirada ahí cerca, y sin pensarlo dos veces pinchó su dedo.
Explotó. En seguida sintió que un liquido caliente le pringaba en la cara sintió un sabor amargo y putrefacto en la boca, y un ardor ácido en el ojo derecho. Escupió el líquido, pero el ardor del ojo iba en aumento, era una quemazón persistente, y aun cuando lo lavó con el agua de su botella, no cedió.
Montó de nuevo si bicicleta, y con el ojo derecho cerrado, pedaleó hasta donde estaba el estudiante de medicina, que lavó el ojo sin clemencia, para descubrir que la cornea había sido carcomida por el veneno, inutilizando la retina para siempre. Catalino, por curioso, había quedado ciego de un ojo, ganándose así, el apodo que lo acompaño hasta el día de su muerte: “mochop”
Tomás Ceballos Millet
20/06/2012

lunes, 4 de junio de 2012

Tragedia en bacalar


Después de varias semanas de organización, por fin había llegado el día.
El viaje a bacalar comenzó en el estacionamiento de Liverpool; el camión llegó puntual, y casi toda la gente también, solo tuvimos que esperar por Cuzy, que se lució llegando media hora tarde.
El camión estuvo bastante tranquilo, pues los únicos que estaban tomando eran Bobby y Palomba. Llegamos sin contratiempos al parque de actividades eco turísticas llamado Uchben Kah, En el cual, nos informaron que el desayuno todavía no estaba listo, así que tuvimos que emprender el tour en kayak por la laguna con el estomago vacío. Como organizador, me tocó una pinche canoa para cuatro personas, en la que me embarque con Daniela, Virginie, y Ferdi. La distribución era un pedo y los remos estaban chuecos, por lo que tardamos severos minutos en aprender a maniobrar la endemoniada embarcación. Sin embargo, a pesar de un ligero hundimiento de canoa, causado sin duda por la obesidad de Ferdinando, logramos completar el tour sin contratiempos.
Agotados, subimos a  desayunar a la palapa, y debo de admitir que los huevitos revueltos con cebolla y tomate, y el xixito de frijol nos fue insuficiente a la mayoría, así que nos llenamos lo mejor que pudimos con la sandía cortada en triangulos y la limonada, que era rellenable.
Cuando terminamos de desayunar, nos acomodamos en el camión, y después de pasar lista, nos dirigimos hacia el hotel laguna, para hacer el check in, y descansar un rato. En el camino de regreso, a algún chistoso se le ocurrió abrir la escotilla de arriba del camión para poder fumar, el chofer se encabronó con justa razón, ya que fue soberano desmadre volverla a cerrar.
Cuando llegamos al hotel, la organización de los cuartos fue un real cagadero, pues unos no querían estar con otros, otros querían vista a la laguna, y algunos dudaron hasta de la procedencia de las camas. Afortunadamente, todo se solucionó. Ya instalados en el cuarto, los más valientes se tiraron a nadar en la laguna de los 7 colores, mientras los más huevones se fueron a descansar. A la hora de la comida, juntamos a todo el grupo para ir a comer al cenote azul, el cual, por cierto, nadie peló. Como suele ocurrirme con frecuencia, me harté de todo y decidí regresar caminando al hotel con Mayú y Antó. Aunque tardamos como 45 minutos en llegar al hotel, valió la pena.
Cuando llegó el autobús con el resto del grupo, cada quien hizo lo que le vino en gana, unos empezaron a tomar, otros volvieron a remojarse en la laguna y yo en lo personal. Me eché una siestecita.
Desperté y empezamos a armar el desmadre para la cena, Nos dieron un plato de fajitas con ensalada y arroz, bastante decente. Cuando terminamos de cenar, la gente clamaba por fiesta, así que bajamos el barril de cerveza y unos cuantos pomos con sus respectivos refrescos y hielo. La música supuso un gran problema, pues nunca logramos conectar las bocinas, así que tuvimos que contentarnos con emborracharnos al son de la tranquilidad de la laguna.
Sin música la noche no prosperó, y la gente se fue a dormir. Algunos solos, y los más afortunados, con pareja. Yo platicaba con Daniela en un mirador, hasta que un Palomba semidesnudo asomó por su balcón, y asesinó nuestra plática, no quedó de otra más que ir a dormir.
Cuando llegué a mi cuarto, mis fresquísimos compañeros de habitación, me habían dejado tan solo un pedacito de cama, justo donde se unían los dos colchones, así que literalmente, dormí en la rajada. Sin mencionar que tenía que cuidarme de no rozar a las dos personas que tenía a mis lados, bastante más cerca de lo que me hubiera gustado.
Despertamos aproximadamente a las 8:30 algunos nos bañamos en chinga y descubrimos que había gente esperando desde la 8. El camión llegó a las 9:15 y veinte minutos después casi todo el grupo (Bobby y palomba se habían quedado a emborracharse en el hotel) estaba listo para empezar el tour en bicicletas, por el cual, debo admitir, estaba bastante nervioso debido a mi poquísima habilidad en el manejo de esos aparatos del demonio.
Afortunadamente, las bicicletas estaban ocupadas así que mientras las amables cocineras se encargaban de preparar nuestro desayuno, nos divertimos en una reta de fútbol, en la cual, nuestros adversarios, (Marín, Antó y Mayú) nos vencieron vergonzosamente.
Cuando por fin estuvo listo el desayuno, subimos a la palapa dispuestos a devorar el huevo y el frijolito. No había logrado tragar ni el segundo bocado, cuando a lo lejos escuche unos gritos, no logré entender lo que decían, así que agucé el oído, y escuche la palabra “ayuda”. Aun dubitativo, me levanté de mi asiento, y a pesar de las burlas de mis compañeros, me encaminé hacia donde provenían los gritos, primero caminando, luego corriendo. Llegué a un muelle que sobresalía de las plantas y me dejaba ver por la laguna. Aproximadamente 200 metros a la izquierda, divisé una lancha volteada y a varias personas que pedían ayuda a gritos y con los brazos.
Mientras tanto mis compañeros ya habían entendido que no era una broma y corrieron atrás de mí. Fuimos corriendo, sin zapatos, y nos las ingeniamos para sortear una barricada con alambres de púas, y unos metros después llegamos a un pequeño muelle de piedra. Había aproximadamente 15 metros entre el muelle y la lancha volteada, había algunas personas sobre ella.
Reinaba la confusión, los gritos desesperados de las personas llenaban el ambiente, y escuché que alguien atrás de mí dijera “veo sangre”. Yo sabía que no hay tiburones en la laguna, sin embargo, lo primero que vino a mi mente fue un cocodrilo; así que le advertí a mis compañeros que no se tiraran al agua. Después de varios infructuosos intercambios de gritos, logré entender que no había ningún animal, si no que la lancha se había volteado, y la gente no sabía nadar… Se estaban ahogando.
Nos tiramos al agua 4 o 5 personas, a partir de ese momento, cada quien tiene una historia que contar. Ante mi imposibilidad de contarles todas, les relataré la mía.
Mi prioridad en ese momento era que nadie se ahogara, la primera niña a la que alcancé, tendría aproximadamente 11 años, y estaba bastante tranquila,  así que le dije que se agarrara de mi espalda mientras la llevaba a la lancha volteada, (era una lanchita de aluminio con capacidad como para 5 personas) La subí y nadé a por la siguiente, en mi camino me encontré a un niño de unos dos o tres años al que tomé por las nalguitas sin dificultad y lo impulse hacia la lancha volteada. La niña de 11 años lo tomó en brazos.
Justo en ese momento, alguien me llamó, volteé para encontrarme a Antó, luchando con una señora bastante pasada de peso, entre 35 y cuarenta años de edad, en un clarísimo estado de shock, pues se agitaba como poseída por el demonio de Poseidón. Entre los dos logramos dominarla, pero el francés, que llevaba rato luchando con ella, ya estaba cansado y ella no dejaba de revolverse contra nosotros, metiendo su cabeza al agua, sin dejarse ayudar.
Hay muchas imágenes de ese día que me acompañarán hasta el día de mi muerte, pero sin duda una de ellas, es la cara de la señora, en estado de shock, con los labios azules, y los ojos desorbitados, gritándome “se me acabó el tiempo” a modo de reclamo. Mi reacción fue instantánea, Aún mas endemoniado  que ella, le grité “no se te acabó ni puta madre” y sacando fuerzas de la adrenalina, la tomé del pelo, y de las costuras del short, y con la ayuda de Antó, logramos subir la mitad de su cuerpo, a una canoa que había llegado para ayudar.
La señora, no contenta con el desmadre que había armado, seguía revolviéndose como pez fuera del agua, hasta que logró volcar la canoa. Entre todos enderezamos la canoa, y después de luchar con ella otro rato, logramos mandarla a tierra.
Después hubo un momento de calma, los gritos mermaron, y no se veía en la laguna, a nadie en peligro de ahogarse, pero la historia aun comenzaba…
Me encontré flotando en la laguna junto con Ferdy y Virginie, alguien me dijo que revise debajo de la lancha volteada, lo cual hice, pero el agua estaba demasiado turbia, y no pude ver un carajo.
Con un mal presentimiento, decidí des voltear la lancha, y usando mi experiencia en volcaduras de motos acuáticas, me subí a la lancha volteada, coloque mis pies en un extremo, e inclinándome, sujeté con mis manos el otro extremo, en esa posición, dejé mi cuerpo caer al agua, y la lancha giró conmigo.
No hay palabras, en español, inglés, alemán o ningún oro idioma, para explicar lo que sentí, cuando vi que adentro de la lancha, semi-hundida, estaba el cuerpo de un niño de unos 5 años de edad, totalmente sumergido. Lo más rápido que pude, subí a la lancha, el niño había estado ahí por aproximadamente 10 minutos, yo no quería creerlo, sin embargo, la fría lógica presagiaba lo peor.
No podía darme por vencido, así que lo tomé del tronco y tiré de él. No pude sacarlo, su cabeza había quedado atorada entre el motor y el piso de la lancha, el agua que lo cubría estaba turbia, así que no podía ver su rostro, pero el hecho de que no moviera ni un músculo me ponía aun más nervioso. Sabía que competía contra el tiempo, así que tomé su carita con ambas mano, y tiré con fuerza; temía lastimarlo, sin embargo, una cordada era mejor que no poder respirar. Fue inútil, el niño estaba atascado, yo no sabía qué hacer, el miedo me invadía y mi desesperación iba en aumento a pasos agigantados. Alguna sabia voz me gritó que desatornillara el motor, y localicé dos manijas giratorias, a las cuales di vuelta lo más rápido que pude, en alguna de las vueltas, el niño por fin quedo libre.
Me lo eché a la espalda justo en el momento en el que se acercaba una lancha un poco más grande. Le grité y de un salto me encontré en ella con el niño en un brazo, le dije al lanchero que nos llevara al muelle, y acto seguido hice lo único que se me vino a la mente: acosté al niño sobre uno de los asientos de la lancha; por fin pude ver su cara, parecía estar dormido, tenía los ojos cerrados, y los labios ligeramente azules. Una espesa espuma color moco, le salía por la nariz. Deseando que la vida real fuera como en las películas, limpié la substancia con la mano, tapé su nariz con los dedos, y le día dos inspiraciones boca-boca, seguido de 10 pulsaciones al corazón para tratar de reanimarlo, chequé su pulso en el cuello y en la muñeca, y no encontré ni el más ligero atisbo. Repetí el procedimiento 3 veces con la lancha en movimiento, cuando llegamos al muelle, el guía del parque se bajo a la lancha en la que estábamos y entre los dos, le dimos RCP al niño. No sé cuantas veces repetimos el procedimiento, pero estuvimos con él aproximadamente 10 minutos, hasta que, de la nada, respiró por sí mismo.
Fue un alivio inimaginable, aunque las inspiraciones eran con dificultad, el niño estaba vivo. El color le regresó y poco a poco, empezó a mover los parpados. Loretta me dio su aparato para el asma con la esperanza de que eso lo ayude a respirar mejor, estaba claro que tenía agua en los pulmones, pues se escuchaba cada vez que respiraba, sin embargo estaba vivo, y eso era lo que importaba. Derrepente, y sin previo aviso, alguien gritó “ya salió otro” como pudimos, y a pesar de la resistencia del papá subimos al niño que ya estaba respirando al muelle y en la lancha de motor, seguimos la voz de amador, teniendo cuidado de no lastimar a nadie con la propela. Desde la laguna, amador, levantó al niño, yo lo tomé de las axilas, y lo coloqué en el asiento de la lancha, justo como había hecho con el primero. Cuando le vi la cara noté que tenía los ojos desorbitados, y los labios azules, y la misma mucosidad espumosa que le salía de la nariz, lo limpié con la mano lo mejor que pude y comencé a darle RCP . Pero había algo diferente al primer niño, el aire no pasaba igual ni en la misma cantidad. Además, cuando aplicaba las pulsaciones al corazón, los restos de comida le salían por la boca, El sabor del vomito con churritos,  me había provocado tanto, que estuve a punto de vomitar, sin embargo, en ese momento no podía darle mucha importancia, a mi asco, así que seguí con la RCP lo mejor que pude. Cuando llegamos al muelle, el guía del parque me ayudó a darle RCP al niño, como lo había hecho con el anterior. No tenía pulso, y no mostraba ningún signo de recuperación. Calculo que estuve con él aproximadamente 6 minutos antes de que el grito de “ya salió otra” me sacudiera. El niño no había respirado, sin embargo se lo di a alguien en el muelle y fui en la lancha a buscar al otro niño.
Loretta me entregó desde el agua a una niña… la tomé de las axilas, y repetí el procedimiento una vez más. Cuando metí mi dedo para abrirle la boca, no pude dejar de notar que su lengua estaba contraída en una posición extraña. Era evidente que se había tomado un yogurt de fresa poco antes del accidente, pues el sabor era inconfundible, estuve a punto de vomitar de nuevo, pero cuando llegué al muelle el guía me relevó de nuevo, yo daba las pulsaciones y el la respiración de boca a boca, mientras tanto un señor con uniforme de de Pemex, le daba al niño un torpe RCP sin ninguna compasión, aplastándole el estomago con fuerza excesiva, traté de corregirlo mientras seguía con las pulsaciones a la niña, y Daniela me seguía diciendo que me concentre en lo que hacía. Poco después, Lukas relevó al guía del parque, y entre los dos seguimos dándole RCP, El padre de la niña se me acercó y me preguntó si la niña estaba respirando. No supe que contestar,  su injustificado optimismo me partió el corazón.
Después de aproximadamente 15 minutos con la niña y un par de lagrimas derramadas, amador tomó mi lugar, y yo salí de la escena, un tanto abatido, pues ninguno de los dos niños había reaccionado. Llevamos en una camilla a la señora que había entrado en shock y que ya estaba mucho más tranquila, aunque seguía balbuceando incoherencias, seguramente el cansancio la había agotado.
El paramédico declaró al niño como fallecido, por lo cual sacaron el cuerpo de donde estaba el alboroto, lo asentaron junto a la ambulancia, cubierto de chalecos. La imagen era un tanto irrespetuosa, por lo que mayu pidió que consiguieran una sábana, no paso mucho tiempo hasta que consiguieron una sabana para cubrir completamente el cuerpo del niño.
No pasaron ni 5 minutos, hasta que llego un señor seco, aparentemente sin saber muy bien lo que estaba pasando, con expresión aturdida se acercó a la manta, la levantó y quedó claro que el cuerpo que encontró, era el de su hijo.
Mayú me apretó el brazo y eso me hizo reaccionar y darme cuenta de que ya no teníamos nada que hacer ahí, nuestro papel había terminado. Solo seríamos intrusos en medio del dolor de una familia. Empezamos a juntar a nuestro grupo para tomar el autobús.
En el camión, rumbo a las ruinas, reinaba el silencio, todos estaban sumidos en sus pensamientos, debatiéndose con los incontables “hubieras” y tratando de asimilar todo lo que nos había tocado vivir. Desenredando las casualidad que pasaron para que nos encontráramos en el momento correcto a en el lugar indicado. Nada me gustaría más que poder decir que hubo saldo blanco. Pero la realidad es que dos niños murieron ese día. Y no me atrevería a deshonrarlos con esa mentira.
Sin embargo, aunque resulte difícil, hay que mirar las cosas del lado positivo, no quiero ni imaginarme lo que hubiera pasado, si las casualidades se hubieran desarrollado diferente.

Tomás Ceballos Millet
4/06/12