Catalino Pech
contaba ya con ochentaicuatro navidades, no podrías encontrar ni una sola cana
en su cabellera. Todos los días, sin
excepción, se levantaba a las cuatro de la mañana, y manejaba su destartalada
bicicleta hasta el ayuntamiento del pueblo. Ahí, junto con sus colegas de
trabajo, recorría las calles del pueblo en un flamante camión de basura
patrocinado por el nuevo gobierno. Recogía hasta la última bolsa de papitas que
se atrevía a cruzarse en su camino, y presumía de dejar siempre los botes de
basura donde los había encontrado, y no tirados a la mitad de la calle, aún la
tapa.
Pese a su dedicada
forma de trabajar, Catalino terminaba sus labores de basurero a eso de las 6:30
de la mañana, pedaleaba a su casa y tomaba un breve desayuno que normalmente
constaba de tortillas y huevos; eso sí, en diferentísimas presentaciones. A más
tardar a las 7:00 ya se encontraba en el plantel.
El henequén era su
verdadero trabajo, Catalino había pasado gran parte de su vida adentrado en los
irregulares pasillos de los planteles, sorteando sin pensar, los amenazantes
espinos que lo apuntaban desde las hojas. Nunca se había hecho rico, como los patrones,
sin embargo, estaba agradecido por lo que esta planta suculenta, noble y
persistente, le había proporcionado a lo largo de si vida.
Los jóvenes de hoy
huían del campo, buscaban sus sueños en la ciudad, y es cierto, Catalino sabe
que ahí está el dinero. Pero para él había cosas mucho más importantes que el
dinero. Adoraba el silencio, disfrutaba el olor del rocío por la mañana, y leña
quemándose por la tarde, Le gustaba sentir el sol sobre la curtida piel de su
rostro. Pero sobretodo, le gustaba vivir en la tranquilidad, “cosa
incomprensible para muchos citadinos” decía.
A mí me llamaba
compadre. Nunca me gustó la palabra patrón, así que muchos años atrás, cuando
me pidió que fuera el padrino de bautizo de su chilpayate, encontré la excusa
perfecta para empezar a llamarlo compadre. Él siguió mi ejemplo y muchos años
después, le estoy agradecido. Su abuelo, había trabajado con mi abuelo, su
padre con mi padre, y él había empezado a trabajar conmigo cuando falleció mi
padre, yo era apenas un poco más que un adolecente.
Catalino trabajaba
incansable, cortando, apilando y amarrando las hojas de henequén, todos los
días de su vida. Los únicos períodos de vacaciones eran obligados por alguna
enfermedad. Cosa que él lamentaba, no tanto por lo incómodo que pudiera ser la
enfermedad, si no por la falta de trabajo.
Una tarde Catalino
se encontraba chapeando, dado que era temporada de sequía y el henequén se
encontraba café y triste, no lo cortábamos. Yo buscaba como darle trabajo a
Catalino, pues él ganaba al destajo y no me gustaba dejarlo sin dinero. Esa
tarde Catalino blandía su coa con la furia de un quinceañero, pues en la noche
era la fiesta del pueblo, y por primera vez quería terminar pronto para ir a su
casa y arreglarse con tiempo.
Nunca se lo imaginó,
era un movimiento repetido infinidad de veces, bajó la mano para arrancar una
raíz, y sin previo aviso, lo sintió. No tuvo tiempo de ver qué lo había
atacado, pero los dos puntos rojos en su dedo índice izquierdo, eran
inconfundibles. No sabía si era psicológico, pero en cuestión de segundos
comenzó a sentir el veneno en su dedo, espeso y caliente. No dudó; sabía lo que
tenía que hacer. Empuño su afilada coa, asentó su dedo sobre una roca saliente
de la albarrada, y sin la menor parsimonia, se lo cercenó.
Desenvolvió su
paliacate, y como pudo (usando la mano buena y la boca) improvisó un torniquete
lo más apretado posible. Un inagotable manantial de sangre roja y brillante le
brotaba del muñoncito, nunca había visto tanta sangre humana en su vida; sin
embargo, no se asustó, ni pasó a desmayarse. Metódico y calculador como
siempre, montó su bicicleta y se dirigió a donde el doctor del pueblo, un
residente de medicina que se declaró imposibilitado ante la falta de
herramientas, y lo mandó en la ambulancia de traslado al hospital público de la
ciudad. Durante el trayecto, Catalino no pensaba en las dificultades que esto
acarrearía, no pensaba en veneno que probablemente tuviera en el cuerpo.
Pensaba en la serpiente, esa hija de puta se había salido con la suya. Lo
atormentaba a imagen de su dedo cercenado, tirado junto a la albarrada del
plantel “chayotitos” sanguinolento y empolvado.
Tres días después,
Catalino regresó a su pueblo. Una blanquísima venda le cubría la mano. Vestía
los mismos pantalones destintados y deshilachados, la misma guayabera
amarillenta manchada con su propia sangre, la misma cachucha que en algún
pasado pretendió publicitar alguna marca, hoy sus letras eran ilegibles. El conjunto
de su raída indumentaria y su piel morena, destacaban la blancura de la venda.
Parecía inmaculada.
Sus amigos y
compañeros de trabajo pasaron a su casa a visitarlo. Catalino conto en
repetidas ocasiones toda su experiencia, pues nadie estaba enterado de la
historia completa, aunque los rumores ya corrían por el pueblo.
Cuando por fin
estuvo tranquilo, Catalino salió de su casa, Se sentó en aquel tronco de madera
que yacía afuera de su casa, estratégicamente colocado para tomar el fresco, y
pensó.
La sensación de
haber sido mutilado, de no tener una parte de su cuerpo era sumamente extraña,
no dejaba de pensar en su dedo, todas las cosas que habían vivido juntos, las
cosas que había hecho con él; empuñar sus herramientas de trabajo, apretar las
piernas de su mujer, rascarse el calcañal y
hasta retirarse los mocos de la nariz. Decidió que quería verlo, se le
hacía descortés dejarlo ahí tirado, para que se lo coma quien sabe que animal.
Montó su bicicleta
y se dirigió al plantel. No tardó mucho en encontrarlo. La sangre café sobre la
albarrada blanca delataba su ubicación. Era una masa informe, medio morado y
medio verde, hinchado hasta puntos inimaginables. Ya no parecía un dedo, la piel
estirada y brillante le daba el aspecto de que estaba a punto de reventar. La
uña había quedado minimizada ante su imposibilidad de crecer junto con el resto
del dedo.
Catalino no podía
creer que ese pedazo de carne, hueso, sangre coagulada y veneno de serpiente
había sido parte de su cuerpo. La curiosidad lo embargaba, así que se agachó,
tomo una rama que estaba tirada ahí cerca, y sin pensarlo dos veces pinchó su
dedo.
Explotó. En seguida
sintió que un liquido caliente le pringaba en la cara sintió un sabor amargo y
putrefacto en la boca, y un ardor ácido en el ojo derecho. Escupió el líquido,
pero el ardor del ojo iba en aumento, era una quemazón persistente, y aun cuando
lo lavó con el agua de su botella, no cedió.
Montó de nuevo si
bicicleta, y con el ojo derecho cerrado, pedaleó hasta donde estaba el
estudiante de medicina, que lavó el ojo sin clemencia, para descubrir que la
cornea había sido carcomida por el veneno, inutilizando la retina para siempre.
Catalino, por curioso, había quedado ciego de un ojo, ganándose así, el apodo
que lo acompaño hasta el día de su muerte: “mochop”
Tomás Ceballos Millet
20/06/2012
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