La fiel
camioneta familiar nos llevo directo hasta un poblado cercano, donde vimos un
parque con la cabeza olmeca más pequeña que se ha encontrado. Lo único
relevante del ese pueblo, además de la cabezota, fue el dulce de leche, o bomba
diabética que compró Alfredo en el mercado;
que hoy en día su veganismo le prohíbe disfrutar.
Dejamos la
cabeza olmeca con la promesa de encontrar por el camino alguna más grande, y
nos dirigimos al encuentro con el tío German, (hermano del papá de beta) y su
familia, pues harían una parte del viaje con nosotros. No comimos nada en todo el camino, por eso
cuando el tío German, un tipo generoso y con un inagotable sentido de la
aventura, nos dijo que nos había comprado la comida, yo no pude más que
adorarlo. Nos disparó un manjar desconocido para mi paladar, que una vez
engullido, pregunté por su nombre, se llamaban cemitas. Yo no sé si fue el
hambre o la distracción, pero debo de confesar que mi agudísima vista (-3.50 de
miopía, en ese entonces) no logró
divisar a su hija en ese breve encuentro. Ya habría tiempo para eso.
Con un frío
del carajo, llegamos a unas paradisiacas cabañas, a las cuales lo único que les
faltaba era unos centímetros de nieve para poder pasar por cabañas
estadounidenses de vacaciones. Alrededor de las cabañas había un bosque de
arboles altos y separados. Los viajeros no taramos en retratarnos en el bosque,
con nuestras mochilas al hombro. Se podría catalogar ese momento, como el
verdadero comienzo del viaje.
Esa noche
hubo una agradable convivencia, donde combatimos el frio alrededor de una
chimenea, los más prudentes con café, y algunos otros con algo más fuerte.
Estábamos cansados por el viaje, así que la plática no prosperó mucho, sin
embargo, esta vez no se me escapó. La hija del tío Germán sorbía su café en un rincón,
no hablaba con nadie. Siempre me ha atraído el silencio; yo tenía un nuevo
objetivo.
Dormimos
bien tapaditos, pues hacía tanto frio que algunas partes del cuerpo parecían
encogerse, ustedes me entienden.
Despertamos
al amanecer. Siempre he asociado el olor
de la madrugada con la sensación de viaje; aunado al frio, completaba
sentimiento a la perfección. Cada familia en su coche, partimos a turistear. La
primera parada fue un mirador. Consistía en un piso de cemento y un barandal al
borde de un barranco. Abajo, muchos metros abajo, la vista era increíble, pues
se podían ver las montañas, los senderos que se formaban entre una y otra, y
las copas de los arboles entrelazándose. Si observabas atentamente, podías
distinguir el suave vaivén de las hojas, siendo movidas por el viento. En
conjunto asimilaba que el bosque respiraba coordinadamente, como el pulmón
gigantesco que en realidad es.
Llegamos a
piedras acomodadas, que básicamente es un latifundio donde las rocas tienen
formas curiosas, y están sobrepuestas unas con otras, desafiando, a simple
vista, las leyes de la física. Caminamos por un buen rato por los senderos.
Montamos un caballo de piedra, sobre el cual tía beta manifestó su odio contra
su yerno (Alfredo) cortándole la cabeza en todas y cada una de las fotos.
En un
panorama tan paradisiaco como aquel, decidí empezar mi coqueteo. Ariana tenía
frio, y yo no dudé en quitarme el suéter para dárselo. Luego, en una bajada
peligrosa, le ofrecí mi mano para ayudarla a bajar. Aun pasado el peligro, no
la soltó. No me quejé.
A partir de ahí estuve platicando con ella el
mayor tiempo posible mientras planeaba como lograr mi cometido. Cuando salimos
de piedras acomodadas el papa de beta nos llevo a un restaurante bastante
peculiar, pues estaba construido al borde de un precipicio, lo que convertía
sus ventanas de cristal en un paisaje digno de admiración. Siempre me ha parecido
que cuando dos personas quieren, el destino las ayuda. Me tocó sentarme al lado
de Ariana.
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